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Para mejorar proyectos, generar nuevas ideas, innovar o resolver problemas, muchos equipos están acostumbrados a discutir e, incluso, entrar en conflictos de intereses. Pero no siempre es así. Desgraciadamente trato con equipos que son reticentes o incapaces de lidiar con las emociones que afloran en las discusiones. De hecho, es bastante frecuente observar cómo dan marcha atrás con tal de no suscitar algún arrebato emocional derivado de una discusión de trabajo.
Evitar los conflictos es algo natural y responde a cierta racionalidad en nuestra conducta humana. Seguro que recuerdas aquella vez en la que te metiste en alguna discusión y, al final, te calificaron de inmaduro, impulsivo o poco profesional. O puede que pertenezcas al grupo de personas que es más directa, en cuyo caso te habrán calificado de abrupto o poco considerado con los demás. En cualquier caso, parece lógico que, ante estas experiencias, muchos opten por evitar situaciones donde se puedan desencadenar emociones encontradas.
Entender el origen de las emociones es clave para comprender su impacto en el equipo y, desde una posición de liderazgo, nos ayuda a tomar las decisiones más adecuadas en cada momento. Recordemos que las emociones son los síntomas, pero no el diagnóstico de un problema. Cuando una persona estalla en una reunión nos indica la necesidad de indagar los motivos: se ha sentido atacada en lo personal, cree que se está cuestionando su trabajo, piensa que alguien ha desafiado su esquema de valores o, por ejemplo, que se duda de su capacidad para obtener resultados. En cualquier caso, hay una alarma que nos indica que esa persona necesita ayuda para expresar el conflicto y poder trabajar las acciones pertinentes que nos lleven al mejor encaje posible.
En ningún caso buscamos hacer sentir a ese colaborador mal o estigmatizado por su comportamiento. ¿Cómo? No presumiendo que sabes cómo se siente y por qué. Es decir, no diciendo “veo que estas enfadado, por favor, dime qué te pasa”. Creo que lo más adecuado es parar y dar tiempo:
“entiendo que este asunto es importante para ti; así que necesito que nos sentemos aparte y me ayudes a entender el caso para valorar cómo debo actuar”.
Durante la conversación, la principal misión del mánager es escuchar activamente al colaborador en cuestión; haciendo preguntas para entender no para imponer o manipular. Anota y contrasta tu nivel de comprensión solicitando ejemplos y aclaraciones. Importante: en cuanto al plan de acción, la inmediatez no es aconsejable. Antes de articular una respuesta, reflexiona sobre todo lo que has extraído de la conversación.
Debemos aprovechar y preguntar sobre cómo cree él/ella que deberíamos actuar, qué cosas deberían suceder para que se sintiera mejor o apreciara cambios favorables, qué le resultaría ofensivo, etc. De esta manera, acotamos nuestro perímetro de acción y si alguna de sus aportaciones o sugerencias no nos parece razonable o viable, seamos transparentes y digámoslo para no generar falsas expectativas: “no estoy en disposición de acometer X, pero tal vez podría hacer Y, ¿cómo lo ves?”
En la mayoría de los casos, cuando nos sentimos escuchados y comprendidos, con independencia de si hemos obtenido todo lo que pretendíamos o no, la intensidad de nuestro estado emocional decae y nos volvemos más razonables. Si, por el contrario, estamos ante una persona que no es capaz de conciliar en repetidas ocasiones, tal vez debamos acometer una conversación de feedback orientada a trabajar el impacto de su actitud sobre su desempeño.
Abordar la importancia de la gestión emocional del equipo es importante. Incorporar nuestra visión del papel que juegan las emociones en el trabajo del grupo, cómo manejarlas, dónde están los límites, qué hacer ante determinadas situaciones, forma parte de la labor de un mánager. Definir, de antemano, los comportamientos esperados y deseables de nuestros colaboradores añade valor al trabajo de equipo y mejora la productividad.
Javier Moreno Zabala. Alumni CEU
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